La mañana está acabándose, los bares de Santa Cruz empiezan a llenarse de turistas devoradores de tapas y paisanos sin mejor cosa que hacer que contemplar cómo se va cada minuto. Ahora sí, Mateos Gago arriba, soñemos que la librería Renacimiento sigue abierta en su antigua ubicación, antes de desplazarse a tres naves sitas en Valencina de la Concepción, donde se desplegó como el millón de libros que Abelardo Linares compró en Nueva York cuando murió el legendario librero Eliseo Torres (yo estuve en ese edificio del Bronx donde Linares pasó un año y de donde se trajo no sólo un millón de volúmenes, sino también unos cuantos poemas morandianos y potentísimos). Abelardo Linares empezó como buscador de libros, puso un puesto en El rastro madrileño con los ejemplares que tenía repetidos, luego volvió a su Sevilla natal, en la tienda de sus padres le cedieron un rincón, luego abrió una librería pequeña, empezó a acumular libros, se instaló por fin en Mateos Gago. Es el culpable de que un ejército de poetas menores subieran de precio: su catálogo número 100 es una obra maestra (de hecho, cuando un periódico me pidió hace años que eligiera mi libro favorito, no dudé en elegir el catálogo número 100 de la librería Renacimiento). También, desde finales de los setenta, es uno de los editores esenciales de la poesía española. Publicó libros indispensables como Juegos para aplazar la muerte de Juan Luis Panero, Paraíso Manuscrito de Felipe Benítez, La destrucción o el humor de Javier Salvago, Jarvis de Lorenzo Martín del Burgo, Europa de Julio Mártínez Mesanza o La caja de plata de Luis Alberto de Cuenca. Quienes empezábamos a escribir poemas a finales de los ochenta, soñábamos con publicar un libro en la editorial Renacimiento. Y ya que hablamos de soñar, por qué no, soñemos que podemos abrir la puerta de entonces, un poco pesada y chirriante, y que enseguida nos golpea el olor a libro viejo, la sala sin nadie que es la primera que uno se encuentra al entrar, llena de libros imponentes, e inmediatamente la sala donde se trabaja: alguien hace paquetes, alguien atiende al teléfono, el librero marca libros, suena jazz, cómo no. Circunspecto y poco efusivo el librero nos saluda. Pregunta qué tal nos va, o saca de las estanterías del fondo, altísimas, donde están los libros que él edita, las últimas novedades y nos las regala. Supongamos que llega entonces Vicente Tortajada, que empieza a contar chistes o chismes. Que está por allí el poeta Rafael Adolfo Téllez con sus cuitas amorosas, con sus poemas propios, emocionantes y cálidos, que nos recita de memoria antes de preguntar ansioso: ¿qué te parece? (...) Supongamos en fin que tenemos veinticuatro o veinticinco años, que todo está por descubrir y no hay prisa en ir descubriéndolo, que nos quedamos inmediatamente con los nombres propios que salen de la boca del librero Abelardo Linares, el editor que quiere publicar todo lo que ha ido descubriendo a solas, que va dando pistas constantes sobre nombres esquinados de nuestra poesía, modernistas menores pero con encanto intacto, vanguardistas ilusos, raros poetas latinoamericanos que están aguardando pacientemente la llegada de un biógrafo que los eleve a la categoría de grandes personajes. Escuchamos sin cansancio al librero, al editor, al amigo, cuya generosidad le permite prestarnos libros que nuestros bolsillos no podrían adquirir nunca y nuestra suerte nunca hubiera encontrado sin su ayuda. Eso es, supongamos que tenemos veinticuatro o veinticinco años, que acabamos de cobrar nuestro sueldo de redactor de una emisora de radio, que tenemos toda la mañana por delante y una decena de librerías aguardándonos, con las conversaciones vivas de los libreros amigos y las conversaciones difuntas de los poetas. Vamos allá. La mañana, semejante a nuestra curiosidad y nuestra enfermedad del libro, no tiene fin.
Juan Bonilla, Paseo por las librerías de viejo de Sevilla (extracto).
Desde aquí demando un stand propio de poesía para la próxima Feria del Libro Antiguo. Porque si no no volveré a escribirla con mayúsculas. He dicho.