Todavía éramos muy jóvenes pero ya habíamos escuchado los aullidos de más de cien lobos. José Ignacio Lapido -ese Dylan nazarí que escondía versos debajo de las piedras- nos fue acercando con su música a las palabras. Los Ceronoventayuno tocaban en la Industrial Copera o en las plazas de cualquiera de aquellos pueblos del cinturón granadino que se esforzaban por dar cobijo al rock. El Chelsea de Nueva York aún estaba muy lejos y Patty Smith no era más que un formulismo con sabor agrio, maldito. Fuimos chicos de pueblo en el efímero Guadix de los novísimos. Nos aglomerábamos en las barras de La Metro, donde comenzaron a gestarse las canciones de Berlín Este o de Bankillo de Acusados, y vivíamos muy cerca de la atmósfera docente de Antonio Enrique y del tutelaje inaccesible de Luis García Montero. Queríamos ser tan nocivos como Jim Morrison, enamorarnos de las flores del mal, exprimir hasta la última gota de las horas perdidas, pero nos asustaban el silencio y las preguntas retóricas. ¿Qué nos llevó a pensar que nuestras vidas no durarían más de cinco minutos? Sentíamos que aquellos tiempos eran propicios para perderlo todo. Y todo era poco más que el amanecer de Granada, la soledad furtiva de la Torre de la Vela, el optimismo efímero de La Pantera Rosa o el Bay-bay.
Había libros inevitables que entonces no leímos, pero que terminaron por acercarnos a la literatura. Muchas veces nos bastaba con leer los primeros párrafos y los últimos de una novela para elaborar un trabajo y aprobar la asignatura. No era más que un trámite, pero, sin saberlo, ya estábamos inmersos en la creación literaria. Quizá intuimos que era el momento adecuado para huir de los clásicos porque no queríamos leer lo mismo que habían leído nuestros padres. Por eso, pasamos de puntillas por encima de la Generación del 98 y de la del 27, pero no pudimos escapar de don Antonio. Nos quedamos prendidos a Machado porque aquel hombre andaba entre la gente y caminaba entre los dioses. Recorrimos junto a él los campos de Castilla hasta llegar, con fango hasta las rodillas, muy cerca Colliure y, allí, sentimos que la soledad del poeta, su impotencia, su derrota respondían al mismo nombre que las nuestras. Machado… ese poeta tan actual y con tanto futuro, como años después me apuntaría Félix Grande.
Por aquel entonces, un flamante Muñoz Molina se acercó a las aulas y habló muy poco y con escasa convicción, pero nos dejó un libro que irradiaba una luz desconocida: Beatus Ille pudo cambiarlo todo. En sus páginas, encontramos el presagio del frío y, poco después, el jazz se adueñó de Lisboa y de nuestro futuro. Aunque nuestras palabras todavía estaban ligadas a la música, ya comenzaban a disfrutar de una melodía propia.
Nos hacíamos mayores pero nos cuidábamos lo justo.
De la universidad, lo más atractivo fueron las cafeterías. Aborrecíamos las lecciones magistrales, el adoctrinamiento, la tutela. De ahí que, cuando García Wiedemann nos explicó que un texto jamás puede empezar con un infinitivo, yo, espoleado por sus consignas, escribí un primer poema en una de mis últimas carpetas. Se llamó Desconexión y decía: Cerrar los ojos. / Salir de aquí.
Luego, empezamos a despilfarrar las noches y todas parecieron la misma hasta que Caballero Bonald nos abrió las puertas de la libertad. Sus palabras significaban mucho más de lo que les atribuye el diccionario, sus versos ascendían como una serpiente por todas las preguntas que aún no nos habíamos planteado, sus poemas eran columnas salomónicas. Con él venían Benítez Reyes, Ángel González, Valente… y una única certeza: qué mal se escribe bajo la luz precaria que nos brindan las madrugadas.
Ya se acercaba amenazante el amanecer cuando comencé a leer los libros de poesía que antes no había leído. Aquellos poemas se quedaron sin autorización en mi memoria y hoy todavía me recuerdan las cosas que no supe vivir.
Ahora, soy otro de esos pequeños animales en disturbio que avanzan cargados de preguntas y que aspiran a quedarse en este mundo más de cinco minutos, aunque la vida me deje sin palabras, aunque ya nadie recuerde doce canciones sin piedad. Beatus Ille.
José Luis Martínez Clares (Granada, 1972). Director de la revista Puerta de la Villa. Autor de los libros de poesía “Palabras efímeras” (IEA, 2010) y “Vísperas de casi nada” (Ayuntamiento de Aguilar de Campoo, 2011). Ganador del VII Premio “Águila de Poesía” de Aguilar de Campoo (Palencia) en 2011.
3 comentarios:
Gracias por permitirme conocer un poquito más a José Luis...
Besos desde el aire
Hola José Luis, como siempre has descrito con gran maestría como, poco a poco se fue inyectando el virus de la curiosidad e la poesía y como, poco a poco, como el mejor explorador de la saga de Indiana Jones, has encontrado el verso perdido entre las PALABRAS EFÍMERAS, cada vez más eternas. Saludos¡¡
Es un placer leer este relato de Jose Luis. Como también lo es haber llegado a tu blog, y quedarme.
Gracias. Un beso.
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