Decimos "felicidades". Y no pensamos. ¿Hay que suponer la moraleja: ser feliz por vivir otro año más? O quizá una posible antítesis. Porque cada año más es también un año que se resta; una endina enhorabuena, un macabro recordatorio del tiempo que nos queda.
Decimos "felicidades". Y no pensamos. Si envejecer carece de premio, al menos nos ahogaremos en el celofán azul, con una mansa mueca lazo a lazo. Responder con un "gracias" se convierte en un
acto de condescendencia mal disimulado, igual que el último beso de alguna seria despedida. Y luego la tarta, y los deseos, siempre a media luz; como los ritos realmente importantes, amarillo
eterno de este animal en disturbio: soy lo que olvido.
Elegimos un buen regalo y nos contamos veinte, treinta o cuarenta, robando un color e inventando una meta en la que solo se entra con los dados exactos. Decimos "felicidades". Y no pensamos.
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