La poesía es palabra, y las palabras no existen por sí mismas sin un doble caminante trazado y cincelado con esmero que las lea. La poesía se sustenta en el acto intelectual e individual de la lectura, en la personal interpretación que cada sujeto elabore de un texto. Los distintos recursos basados en la sintaxis, el significado y el sonido sólo pueden ser convenientemente asimilados de esta manera. No existe mejor territorio para el lector que las páginas de un libro, donde la escritura se convierte en hecho literario.
Disciplinas como la polipoesía o la perfopoesía han querido ir más allá, llevando los poemas fuera del papel a través de una elaborada escenificación, recuperando así la tradición juglaresca y trovadoresca. Resulta una buena técnica de difusión: personas que se sientan en un bar y descubren nuevas o clásicas voces. Aceptar la crónica condición minoritaria de este arte no implica anquilosamiento, sino todo lo contrario, quizás concretar su coherencia sea el primer paso. Por eso mi acercamiento el pasado año al festival de perfopoesía de Sevilla estuvo cargado de recelo e incluso leve repudio. Sigo defendiendo mis credenciales poéticos desde la misma trinchera de fuego, pero a día de hoy he comprendido que es preciso ser benevolente. Cualquier defensa de la cultura, y en concreto de la poesía, me parece otro pilar básico del tan citado Estado del bienestar. No puede resultar frívolo homenajear a Gloria Fuertes, a Carlos Edmundo de Ory, o escuchar a Andrés Neuman.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario